jueves, 2 de octubre de 2008


Prrrrrrrrriiiiiiii prrrrriiii. Chifla el guarda y arrancamos. Cinco segundos antes alcancé a zambullirme en el único lugar del tren en el que parecía haber un poco de aire para respirar, el furgón. Ese vagón al que voy a parar a cuando no encuentro asiento, y que me da otra perspectiva, desde un piso sin riesgo de aplastamiento. En general comparto la ronda con una mezcla humana distinta a la del resto de los carros. Esta vez, la demora en el servicio obligó a más de un oficinista a adentrarse en la selva, y todos los respaldos en potencia son un botín que ya fue disputado hace rato.

Desde una de sus esquinas, una guitarra destartalada se desparrama sobre todo el vagón, mientras conduce al canto de un muchacho. Poco original, pero digno de atención por insultar al silencio colectivo. Los pasajeros comentan entre sí, incómodos ante este tráfico ilícito de trova por sus puertos fuera del horario de visitas. “Relájense chicos, dale que esta la sabemos todos”, dice este obvio admirador de Manu Chao entre canción y canción. Es lindo. Lo miro un rato, pero ni me registra. Los presentes hacen equilibrio en la línea imaginaria que separa dos posibilidades: sufrir ante la invasión al mutismo crónico o aflojar los nudos de las corbatas y entregarse con palmas al fogón urbano. Un niño de unos treinta años me sonríe alentado por la situación. Debe ser de los que necesitan música fuerte y un trago en la mano para acercarse a una mujer. Me dice algo, yo intento una mueca y me doy la vuelta. El lindo promociona su programa en radio La Colifata, toca un tema más y se baja en Colegiales. Prrrrrrriiii prrrrrriiiii. Se cierran las puertas.

El silencio se alza otra vez orgulloso de un triunfo más. Las miradas se vuelven a esa lata sin ventanas que nos pasea por nuestras rutinas. Los proyectos de contacto de algún entusiasmado se borran con filosa indiferencia. Es clara la regla, para la dama y para el caballero, el que quiera hablar que se vaya a la peluquería.

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