lunes, 1 de septiembre de 2008


Puntualmente a las 7 de la mañana, José y Marcela arrastran por el borde de la autopista Panamericana un tanque metálico de un metro de diámetro partido al medio. Lo bajan a la altura de la calle Edison y lo transforman, al mejor estilo Cenicienta, en una perfecta máquina de hacer tortillas.

Desde el preciso instante en que uno baja del colectivo puede sentir en el aire el aroma a masa tostada, a humo tibio que en invierno supera por amplio margen a la tentación de una docena de medialunas de manteca brillantes. Un día José, otro día Marcela, se van turnando para llevar adelante el negocio: 2 tortillas por 1 peso.

“Con un paquete de harina salen como 40 tortillas”, indica José, que parece tener una red de subtes trazada en las arrugas de su cara. El pelo blanco, peinado para atrás con marcas de peine ancho, se le vuela mientras intenta, a su manera, captar a los clientes que van bajando desde Panamericana.

Su estrategia es confiar en el viento. Ubica la parrillita en el punto exacto en el que los remolinos de invierno pasan a mover el aire. El aroma entonces sale disparado en la dirección que José haya elegido, casi siempre rumbo a la rampa de descenso de la estación de colectivos. Los caminantes parecen hipnotizados, hacen fila para esperar que las tortillas se tuesten, casi quemadas, para luego ser acostadas por José en una bolsa de papel madera que mantiene el calorcito de su pan a salvo.

Marcela tiene 55 años, 6 menos que su marido, con quien está casada hace más de lo que alguna vez su madre hubiera apostado, dice. No reniega de su rutina, disfruta levantarse a las 4 y media de la mañana todos los días, tomarse el colectivo desde Saavedra y pasar 5 horas (de 7 a 12) humeándose a fuego lento al lado de la Panamericana. De lo que sí reniega Marcela es del apodo de “la tortillera” que la sigue a todos lados como un mosquito deshidratado: “Odio que me digan así porque la gente que no entiende puede interpretar cualquier cosa, ¡yo soy una mujer casada con su marido!”, se defiende a cara seria, aunque el doble sentido que a ella tanto la angustia, en realidad inspire una carcajada momentánea...

De pelo colorado y cuerpito de Mamushka, Marcela recuerda cuando hace no menos de un año dos sujetos le robaron todo y la dejaron desnuda en plena calle, en ropa interior y un delantal, a las 8 de la mañana, en invierno. “Se pararon adelante del barril, yo pensé que por el frío, pero después sacaron una navaja y tuve que hacer lo que me decían”, cuenta con un dejo de impotencia arrodillado en el ceño. Le sacaron hasta la campera, todas las tortillas crudas y las que se estaban cocinando, la plata de los pocos minutos que había trabajado y hasta los pantalones. “Quedé desnuda”, confiesa con los ojos bien abiertos y una sonrisa indisimulable. Una anécdota más que se apila en la parrilla...

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