domingo, 7 de septiembre de 2008

“La ruta es un lugar para encontrarse, no como la ciudad o el pueblo a donde la gente conversa siempre con el mismo guión y los encuentros son ausencias. La ruta es el terreno donde las cosas pasan”. El Flaco habla mientras pelea con sus parpados agotados del viaje. “También me refiero a los encuentros con uno, porque en la soledad del volante resolvés cosas que ni con el mejor de los psicólogos”.

El Flaco raya su destino con las ruedas de su camión  mientras reparte mercancías. De joven llegó a varios lugares de América con una mochila de esas del caño y sin un centavo. En esos recorridos la ruta lo fue encantando. Hace un tiempo que su barriga resuena cuando lo llaman por su apodo. Una vida de poco movimiento se fue acumulando a la altura de su estómago y dejó atrás al desgarbado hombre que fue.

“Arranqué el viaje con la plata que teníamos con una novia para comprarnos una moto. Muy linda chica. Inesita era la hija de un policía”. El Flaco se enciende un cigarrillo y se pone unos anteojos para enfrentar al sol que aparece y deshace la noche. “Así que cuando volví después de dos años ni salía de mi casa, por el viejo de Inesita”.

Sus amigos del pueblo le soltaron plata para arrancar otra vez. Se fue para Brasil y se quedó dos años. “No me podía meter de nuevo en la caja de zapatos en la que viví 25 años. Ahí creía que el mundo era una cosa pero cuando salí se me voló la cabeza”, explica mientras entra al camión después de una parada en el baño y un vaso de vino que tomó con un almacenero que parecía amigo. Con él sube una pareja que esperaba al lado del local.

La casa del Flaco tiene motor y su familia está salpicada por todo el mapa a los costados del camino. “Yo no le doy mi vida al trabajo. Me paso días enteros en este camión pero acá estoy tranquilo, mirando la ruta como si estuviese en una playa mirando al mar”, cuenta con la voz empastada de sueño. “¿Viste a la gente que vive las 24 hora enchufada con su laburo? Cuando no tienen más cosas para hacer se anotan en un curso o prenden el televisor, porque es la única manera en que pueden creer que están vivos. EL problema es no soportar un día mirando la pared. Esa es la cárcel de ahora, el plan para que no se use la cabeza y la belleza desaparezca”.

“Al principio no era fácil estar semanas solo frente a la nada, pero si lo superás ya no le tenés miedo a ninguna cosa. Para mi eso es la libertad”. La pareja agradece el aventón y se baja del camión, el Flaco mira para adelante y arranca. Cuenta que una tarde subió a un tipo en el medio del desierto. “No había nada a menos de 100 kilómetros, pero se había mandado a caminar hacía tiempo. Igual, no sé quién estaba más desesperado”, suelta en una carcajada. “A veces terminás hablando solo y está bueno que aparezca alguien para conversar. Escuché las mejores historias arriba de este camión”.

El Flaco jura que otra vez, en una tarde fría, subió a un viejo que parecía venir del trabajo, se contaron sus historias y el viejo se fumó todos sus cigarrillos. Mientras viajaban, apareció la luna y lo distrajo en la ventana un momento. Cuando volvió la cabeza su compañero no estaba más. “Los camioneros lo conocemos todos. Le dicen el Gran José. Se mató hace años en un accidente de autos y aparece de vez en cuando”.

Al Flaco le gusta hablar y con su voz gastada por el tabaco va largando cachos de su alma que encontró en la rutas. “Las personas se enferman deseando cosas o buscando qué les falta para estar tranquilas. A mi con mirar el camino me alcanza”.


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