jueves, 11 de septiembre de 2008


Entró al subte tapada con un barbijo celeste hecho con una tela anónima. Los pies enlatados en bolsas de plástico y enroscados por dentro con distintos retazos colorinches. Llevaba un palo de escoba a modo de bastón para defenderse de quién sabe qué y dos bidones de agua vacíos levantados como globos imposibles.

Tenía las manos sucias, las uñas largas, el pelo blanco y tirante hacia atrás, largo, manchado por la vida, la cara corroída, cansada y un tendal de bolsas llenas con más bolsas y hojas de diario abolladas.

Podía verse una mujer de muchos, muchos años debajo del barbijo. Muy rápido se sentó en el único asiento libre que había en el vagón. Todos la miraban fijamente, de arriba abajo y ella, temerosa como un chihuahua, se escondía detrás de sus bidones, con la vista baja, intentando no rozar a la dama que, sentada a su lado, fruncía la nariz y se tapaba la boca con un pañuelo.

Ni un alma se atrevió a pararse delante de la mujer embolsada. La dama sentada a su lado pronto se alejó de su asiento haciendo gestos con su mano, espantando un olor invisible. El círculo que rodeaba a la viejita de los bidones estaba vacío y congelado. La sobredosis de indiferencia había dejado al vagón en estado de coma.

En la estación Olleros se bajó con todos sus bártulos, los bidones todavía le tapaban la cara y lo único que cruzaba mi mente era para qué podía llegar a usarlos... Los pasajeros la vieron partir, algunos festejaron en silencio, otros intentaban entender esa imagen de los Himalayas en su versión bajo tierra.

El asiento de la mujer embolsada viajó solo hasta el final del recorrido. Nadie se animó a ocuparlo.

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