lunes, 10 de noviembre de 2008


El sol de las tres de la tarde brilla cruel sobre los baldosones de cemento de la estación. Mientras que el grueso de los esperas opta por esconderse bajo la sombra de un cartelón publicitario rosa chicle sobre maquinitas de afeitar femeninas, su cuerpo torneado e erguido enfrenta el embiste calórico sin perder un gramo de dignidad.

Ni una gota de sudor puede encontrarse en ese rostro, cubierto apenas por la prolija cabellera al ras. Ese rostro que embiste el cono de helado industrial sabor chocolate extremo con crocancias, sin complejos, sin culpas, sin tapujos. Ese rostro recto de rictus inmutable que goza goloso con papilas estimuladas por saborizantes permitidos.

Dedicado a la tarea a la que dedica toda su concentración, es ajeno a la discusión telefónica que, con toda la virilidad, lleva a cabo su compañero de cintura abultada y cuerpo retacón, bigote y piel curtida, húmedo, casi un estereotipo, casi un cliché, y que repite la misma frase una y otra vez ante distintos receptores, a medida que se eleva por la escala gerencial de su puesto de trabajo.

Pronto, nuestro héroe, comete el error de disfrutar demasiado lo que engulle. El calor es excesivo, y saborea demasiado lento. Sus manos comienzan a ponerse pringosas. La estructura láctea comienza a derrumbarse, inexorablemente, y a pesar de caer en cuenta de la situación, no puede detenerlo. Un mordisco a las apuradas juega una mala pasada, un chorro cremoso gotea por su barbilla pronunciada, rumbo al uniforme.

En un impasse retórico, su compañero le hace notar la herida. Habiendo deglutido el último bocado, el oficial soba uno a uno sus dedos, y limpia con uno de ellos los restos que decoran el chaleco antibalas.

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