miércoles, 12 de noviembre de 2008

Gisela. 22 años. Punk:

“Venía en el colectivo apestado de gente y una cheta asquerosa, esas re de oficina que se visten como muñequitas, se quejaba del calor. Que no lo aguanto más, que odio el calor, que cómo puede hacer esta temperatura… yo pensaba: pelotuda de mierda, ¿por qué no tomás conciencia de toda la mierda que hacés, de toda la mierda a la que estás acostumbrada y empezás a hacer un cambio desde vos misma? ¿No te das cuenta que el sistema, el consumismo te transformó en un robot? El calentamiento global no es joda, nos vamos a morir todos y esta gente es idiota, no toma conciencia. Después dicen que los pobres son los que arruinan el país o el mundo”.


Mariano. 31 años. Empleado de empresa internacional:

“Mi jefe hace unas semanas sacó afuera un pensamiento re facho. Estábamos hablando de los chorros, de los villeros, de toda esa gente y el tipo sugirió: ‘Hay que cercar la Capital Federal, unirnos con un par de localidades al norte de Buenos Aires como Pilar, San Isidro, Martínez y no dejar entrar a nadie. Sería como un país adentro de otro país. En Capital viviría la gente bien y afuera quedarían todos los negros estos’. Nos cagamos de risa, imaginate”.
Martín. 25 años. Músico:

“Lo que pasa es que acá todos velan por el culo de cada uno. A nadie le importa nada a largo plazo, se preocupan por los años que van a tener de vida y por pasarlos de la mejor manera posible. A mí lo que me da bronca es ir haciendo casi como una parodia del libro ese Casa Tomada y dejar de frecuentar lugares porque sabemos que ahí roban, violan, secuestran; o adaptarnos a que las plazas estén con rejas por ejemplo, vivir así me da bronca. Porque se llega a esta situación por miedo, pero también porque no somos capaces de cuidar nuestro propio espacio.”


Y vos… ¿De qué lado estás?

lunes, 10 de noviembre de 2008


El sol de las tres de la tarde brilla cruel sobre los baldosones de cemento de la estación. Mientras que el grueso de los esperas opta por esconderse bajo la sombra de un cartelón publicitario rosa chicle sobre maquinitas de afeitar femeninas, su cuerpo torneado e erguido enfrenta el embiste calórico sin perder un gramo de dignidad.

Ni una gota de sudor puede encontrarse en ese rostro, cubierto apenas por la prolija cabellera al ras. Ese rostro que embiste el cono de helado industrial sabor chocolate extremo con crocancias, sin complejos, sin culpas, sin tapujos. Ese rostro recto de rictus inmutable que goza goloso con papilas estimuladas por saborizantes permitidos.

Dedicado a la tarea a la que dedica toda su concentración, es ajeno a la discusión telefónica que, con toda la virilidad, lleva a cabo su compañero de cintura abultada y cuerpo retacón, bigote y piel curtida, húmedo, casi un estereotipo, casi un cliché, y que repite la misma frase una y otra vez ante distintos receptores, a medida que se eleva por la escala gerencial de su puesto de trabajo.

Pronto, nuestro héroe, comete el error de disfrutar demasiado lo que engulle. El calor es excesivo, y saborea demasiado lento. Sus manos comienzan a ponerse pringosas. La estructura láctea comienza a derrumbarse, inexorablemente, y a pesar de caer en cuenta de la situación, no puede detenerlo. Un mordisco a las apuradas juega una mala pasada, un chorro cremoso gotea por su barbilla pronunciada, rumbo al uniforme.

En un impasse retórico, su compañero le hace notar la herida. Habiendo deglutido el último bocado, el oficial soba uno a uno sus dedos, y limpia con uno de ellos los restos que decoran el chaleco antibalas.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

"Vos escuchame y seguime la corriente", dijo el pasajero a su compañero de viaje, con una sonrisa maléfica y un humor a prueba de los vagones transportahumanos del ferrocarril San Martín.

Y así empezó su exposición, clarita y en voz alta:

"A vos te parece que haya que viajar así? Cuántos seremos en este vagón? 300? No habría que pagar más boleto hasta que no hagan algo. Te parece que la gente tenga que viajar colgada? O sino cuando haya alguna demora hay que prender fuego el tren y listo".
"Sí" -dijo su cómplice tentado de reírse- "así van a aprender, para que no vengan con el tren bala ni ninguna de esas pelotudeces".



A esta altura el resto de los pasajeros, apretujados entre asientos, mochilas escolares y bicicletas (muy lejos de esto que mostraba La Nación), se habían contagiado la "indignación" del pasajero iniciador, y empezaron a quejarse a los gritos contra la empresa de trenes, Cristina, los políticos y María Santísima.

Y los dos agitadores se quedaron en silencio, divertidos y disfrutando oír el caos generado por su actuación.
Y a mí, al menos por tres estaciones, me alegraron el viaje.

 
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