lunes, 29 de septiembre de 2008

Es muy molesto tener que hacer trámites. Esa afirmación parece ser la premisa de la mayoría de las empresas de servicios, ya sea telefonía, internet, tarjetas de crédito y lo que sea que su imaginación sugiera. Pero, como no podía ser de otra manera, dos tipos de gestiones están bien diferenciadas: las que hacen ganar plata por un lado, y las que producen pérdidas, por el otro. Estas últimas suelen ser particularmente difíciles.

Un pobre anónimo, de esos que no tiene ningún contacto ni influencia que pueda saltearle el mal trago de tener que llamar al 112, pudo triunfar en su propósito de dar de baja su servicio de banda ancha. Su tenacidad (o su bronca, o espíritu de venganza, quién sabe) le permitieron ignorar y/o superar los siguientes obstáculos:


- El IVR, que formula cada una de las opciones de la manera más larga posible
- 10 minutos de espera con música monofónica insoportable

- Otros tantos minutos con el operador preguntando los motivos de la baja

- La notificación de que el sistema está caído. Para qué tantas preguntas previas entonces?


Nuevo llamado (el probre anónimo es desconfiado). Otra vez el IVR, otra vez la espera, otra vez el sistema está caído. No era mentira.


Al día siguiente vuelve a llamar. IVR, espera, etc etc etc. El sistema funciona, Dios existe. La explicación es simple: "Me mudo y nadie va ausar Internet en ese lugar", a lo que el operador, en una clara muestra de haber escuchado al cliente pregunta "Pero no quiere cambiar el plan para mantener el servicio?"


El pobre anónimo tiene paciencia. La segunda explicación bastó, pero fue inútil, porque en ese sector no toman las bajas. Transferencia al sector correspondiente, música aburrida y... tuuu tuuu tuuu


"Se debe haber cortado", dice el anónimo operador después del IVR, la espera y la maldita música. Otra vez la misma explicación, otra vez la transferencia al sector... y otra vez el corte.


Al pobre anónimo ya se le nota la vena en la frente. IVR, espera, música, puteadas mentales y poca paciencia. La operadora cumple y dignifica: "Yo le tomo la baja señor, no lo voy a transferir". Eso es buena voluntad.


El pobre anónimo logró su objetivo, venció al sistema de iveerres, músicas somníferas, esperas interminables, cortes dolosos y culposos y operadores ineficientes. Eso sí, la baja será efectiva dentro de un mes, porque "pasó el período de cierre". Mientras tanto, pague un mes más, aún sin utilizar el servicio.

El pobre anónimo debe resignarse. Es el precio que hay que pagar por pertenecer.


Sábado, 25 grados, pura primavera.

El vendedor ambulante de una plaza común, es el elemento fundamental del folclore de la salida típica al verde, para los niños y niñas.

“Pirulíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiines, Garrapiñadas, Pirulíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiines”, recita el vendedor que se pasea por toda la plaza para ganarse el pan. Los chicos acalorados por el falso día de verano se acercan al vendedor en busca de refrescarse, pero el problema es que solo tiene golosinas.

“Señor, ¿Me da un helado?”, pregunta inocentemente un niño.

“No tengo mi amor, solo garrapiñadas y pirulines”, sintetiza el vendedor.

El calor deja sus frutos en la mercancía del vendedor ambulante, el sol ataca el envoltorio del pirulín, lo pega del todo y va ser imposible despegarlo del caramelo.

Las garrapiñadas de poco se van derritiendo por la temperatura y hacen un manjar peligroso al estómago de cualquier criatura que esté poco acostumbrada a un dulce de ese calibre.

Otro niño entra en escena.

“Señor, ¿Me da un coca?”, interroga al vendedor.

“No tengo mi amor, solo garrapiñadas y pirulines”, repite el vendedor.

“Pirulíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiines, Garrapiñadas, Pirulíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiines”, eleva su canto de venta el errante vendedor que parece no caer ante no poder ofrecer otro refresco que pueda liquidar los efectos del calor.

La temperatura no baja, cada vez hay mas niños en la plaza y el vendedor contento por la cantidad de comensales que lo acompañaban en su día de trabajo.

El constante calor sigue haciendo estragos en las golosinas. Ya las garrapiñadas sacan un vapor en el envoltorio poco recomendable y los pirulines pierden su color.

Los niños vuelven a cruzarse en el camino de nuestro vendedor pero en esta oportunidad vuelve a caer ante la competencia y no pude liquidar la sed de los clientes.

El vendedor es consiente de que en ese ámbito no va poder vender nada, entonces cambia su rumbo y se dirige por la avenida hasta que su figura se pierde en la calle pero solo se escucha: “Pirulíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiines, Garrapiñadas, Pirulíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiines”

domingo, 28 de septiembre de 2008


Una señora humilde reposa entre la basura del barrio porteño y con la noche como fiel compañera, van viendo como termina un día mas en la vida del que menos tiene.

El recinto de la incomodidad está compuesto por unos cuantos diarios viejos que cumplen la función de alfombra; unos cartones hacen las divisiones de los ambientes; un colchón viejo, sucio, roto, es el encargado de brindar el confort.

La señora parece no estar cansada, el sueño no es un problema en la vida de esta mujer que a la vista muestra un verdadero insomnio.

El sueño a veces se combate con lecturas, televisión, comida o quizás con alguna pastilla milagrosa. En este caso, la señora del poco confort tiene en sus manos un cuaderno y una lapicera.

La señora acumula en los renglones del cuaderno, un sin fin de símbolos apilados un al lado del otro que no tienen significado, no se entienden, ni se pueden descifrar para poder comprender las frases.

A la vista del cuadro de la señora en su hábitat natural, sería muy necesario saber que significan sus escriturar para saber que piensa o que quiere decir.

Lo que mas me preocupa es saber si esas supuestas letras o números a vaya a saber que cosa, es poesía, es un cuento, una novela o una canción. ¿Estaremos en presencia de la próxima Alfonosina Storni o Isabel Allende?, ¿Será el anticristo que está escribiendo nuestros últimos días?, ¿Es la Nostradamus porteña?, ¿Alguien se quedará con esas escrituras?.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Cuatro hermanos
(de los mil que pueden ser)
revolean al más petizo
que no pasa los 3 años y es de goma,
o de espuma,
o de cartón.
Lo tiran al aire
lo bajan panza abajo
se ríe a carcajadas
(la cosquilla del vértigo le mata el ruido del hambre)
Dos lo agarran de las manitos
otros dos de las medias sin zapatos
Entre los cuatro lo transportan como a un cangrejo;
espalda arriba.
Una carpa al revés.
Tiene los cachetes más sucios que nunca,
redondos y color cemento.
Le convidan galletitas que no acepta,
los anónimos piden ¡por favor bajenló!
siguen su ruta y olvidan...
(qué poco dura el zapping de lamentos)
Paridores ausentes
de un petizo volador
que no pasa los 3 años y es de goma,
o de espuma,
o de cartón.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Psique neblinosa y la boca una gran colilla a las 14 del día domingo. El mareo del mal descanso se mezcla con un ron cubano gorgojeante que amenaza salir por el tracto por el que entró la noche anterior. El anciano recoge la hedionda ropa con vahos etílicos y atraviesa el umbral de su hogar, lanzado a la empresa adquisitoria de sal y cafeína.

La gravedad del ascensor lo retuerce; el primer sol transmite jaqueca efímera ante el contacto con el iris. El anciano arrastra sus pies en desmesurada sincronia: un beat en ascenso proveniente de un exento de km. nunca taxi marca el redoble de talón sobre baldosa. Allá arriba, a hectáreas de distancia, mozalbetes extasiados insisten en perdurar una noche que finalizó años atrás. Conforme avanza hacia ellos, los trasnochados se multiplican, vomitados de un tugurio que en otras oportunidades funciona como salsódromo.

Mediante empujones el anciano se abre paso entre idos, que lo confunden como uno más de la manada. Cruza la avenida, su hedor a combustible, y se zambulle veloz en el aséptico veinticuatro horas.

Música funcional y frío artificial resultan una bendición. Sin fuerzas para esperar a adquirir el producto, abre la gaseosa, y deja que el néctar burbujeante humedezca su garganta en sequía.

Detrás del glub glub, un murmullo crece; palabras sin destinatario cobran sentido al abrir los ojos, y reconocer una sombra humanoide en los límites de su campo visual.

-“Larga la noche en ‘Porto Bello’, ¿eh?”.

El anciano intenta escudriñar los ojos del portavoz, pero sólo lo hace con los propios, vidriosos, resecos, reflejados en los inmensos lentes ahumados del locutario. La expectancia de una respuesta lo obliga a espetar un genérico “así parece” que, al pasar por sus cuerdas vocales, se transforma en un gruñido. Acto seguido, devora una papita, y da por finalizada la conversación.

-“¡Ehh, pará, pará! ¿Cómo vas a comer? ¡Te va a hacer bajar!”.

-“Acabo de despertarme”, espeta el anciano luego de un trago.

Una sonrisa se dibuja en el rostro ajeno: “Si, claro. Yo también”, responde el insomne, y se da media vuelta, dando, ahora sí, por acabada la charla.

Cansado, el anciano paga lo correspondiente y emprende el regreso a su hogar, arrastrando no solo sus pies, sino tambien al cuarto de siglo que denota su documento de identidad.

viernes, 19 de septiembre de 2008


PIIIIIIIIIIIP
(El colectivero abre la puerta)
Señora de Pelo Naranja: - No, en la próxima.-

Ya en la próxima.
PIIIIIIIIIIIP
(El colectivero abre la puerta)
SPN: - No, no, en la próxima. Quería alcanzar el colectivo de adelante…-

Ya en la segunda próxima.
PIIIIIIIIIIIP
(El colectivero abre la puerta)
SPN: - En la que viene.-

Colectivero: - Toca y toca el timbre… ¡¡¡Vieja hincha pelotas!!!-
SPN: - No entiendo qué le molesta caballero, si para abrir la puerta usted está.-

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Señor: me podés recomendar una película argentina

Yo: a ver...
Señor: pero que no sea una de esas de Darín que se le da por filmar en los barrios bajos, como si esa fuese la realidad. Yo no se porqué no se vienen a filmar acá que es mas lindo.
Yo: ...
Señor: decime, ¿vos alguna vez quisiste salvar un club?
Yo: ...
Señor: ves esas boludeces no pasan
Yo: tengo la última de Suar copiada, que es un peliculón
Señor: dame esa y también una condicionada
Yo: ¿cuál quiere?
Señor: La cola para ellos 2
Yo: esa se la llevaron recién
Señor: bueno, no se. Elegila vos. Me da lo mismo
Yo: son doce pesos
Señor: te pago la próxima. Chau
Yo: chau

martes, 16 de septiembre de 2008


Corrientes y Colombres. Mucho tránsito porteño infestado de colectivos, autos, camiones y motos que solo querían ir hacia una misma dirección, la mía.

El tránsito no se movía, estábamos con mi mamá en el medio de esos embotellamientos en el que no se pueden mover ni los que pretenden seguir, era imposible.

El semáforo se apodera de nuestro nulo movimiento solamente con el color rojo. Delante nuestro un hombre en moto sacado de una canción de Pappo, campera de Jean, tachas por todos lados y una conocida chopera que lo hacia mas reo de lo que parecía.

Nuestra espalda estaba cubierta por un enorme camión fletero que parecía no tener muchas más ganas de seguir andando y, mucho menos, su conductor.

Los chicos que limpian los vidrios de los autos salen en busca de sus presas vidriadas como leones, ciegos con el afán de poder ganarse el mango a cualquier precio.

“No quiero que me limpies el vidrio y no toques el auto”, indicó mi mamá con mucho carácter que no asusto al limpiador que parecía estar insistente.

“Por favor, te pido que no lo hagas, no limpies el vidrio y no toques el auto”, insistió mi madre.

Al no ver reacción alguna del chico que pretendía limpiar, la ofuscada madre gritó: “Te dije que no”, y rápidamente movió el auto en un diámetro imposible y, en consecuencia, el joven golpeo el auto y se fue hacia el vecino fletero de atrás.

La escena siguiente fue calcada. El fletero se negó a que el chico le limpiara su vidrio y el joven reaccionó con furia y también golpeo el camión.

El motoquero fue espectador número uno del suceso, siguió con detenimiento cada reacción del chico limpia vidrios y de los conductores enojados.

El reo de la moto chopera estacionó su vehiculo en el medio de la calle, se acomodó la campera y de su pantalón sacó una pistola plateada brillante, como aquella arma del lejano oeste y se dirigió en busca del chico.

Mi madre al ver el arma se paralizó, en un primer momento pensó que este motoquero se podría aporvechar de la situación de tensión que había pasado y sacarle el poco dinero que llevaba encima.

Pero no.

El motoquero fue por el chico, lo agarró del cuello, lo levantó del piso, lo llevó hacia la vereda y le apuntó con la pistola en la cabeza.

El semáforo se puso en verde.

Mi mamá arrancó y el tránsito embotelló la imagen, sin poder seguir viendo lo que el motoquero pretendía hacer con ese chico.

sábado, 13 de septiembre de 2008



Bienvenidos a la Ciudad Autónoma de Palermo,
Cuna bohemia y del psi,
hogar de Julio y Jorge Luis.
Con sus caserones antiquísimos
sus despensas,
talleres mecánicos,
y pehaches.
Pasajes empedrados
que quiebran
el monótono trazado rectángular de las calles.

Bienvenidos a la Ciudad Autónoma de Palermo,
meca vanguardista de arte pop,
con su bar retro y su étnico bistró,
sus tiendas famosas y sus antros chic,
sus teatros under frente a productoras de tv,
Artesanía,
arte,
design,
hasta la coronilla.

Bienvenidos a la Ciudad Autónoma de Palermo,
paseo favorito de turistas y progresistas,
con su solcito de tres de la tarde y sus patovas laxos
que admiten emos, floggers, rappers, veganos;
lesbianas, clubbers, hippies, artesanos;
drogones, merqueros, rockers reventados.

Bienvenidos a la Ciudad Autónoma de Palermo,
neoespacio de jóvenes emprendedores
y jovenes empresarios,
de viejas marcas con un nuevo vestuario,
con sus ferias de independientes y mucha pero mucha gente
un sábado a la tarde.
Un gran mall al descubierto,
un shopping al aire libre,
una invitación al despilfarro.

Bienvenidos a la Ciudad Autónoma de Palermo,
a su ses(t)entoso retro vintage y
a su frio minimal,
a su colorinche ochentoso
a sus remeras jocosas,
a su stencil
y a su street art.
Con su rayado
y sus cuadriculado
que se repite,
una
y otra vez,
acá,
ahí,
allá.

Bienvenidos a la Ciudad Autónoma de Palermo,
ejemplo cliché del posmodernismo exacerbado,
en donde el ‘como’ toma la posta
frente a un ‘que’
dejado de lado;
la reivindicación estética
abrochada al ego,
y el consiguiente detrimento
de un ideario borrado.
Espacio donde el arte
por el diseño
es ninguneado

jueves, 11 de septiembre de 2008


Entró al subte tapada con un barbijo celeste hecho con una tela anónima. Los pies enlatados en bolsas de plástico y enroscados por dentro con distintos retazos colorinches. Llevaba un palo de escoba a modo de bastón para defenderse de quién sabe qué y dos bidones de agua vacíos levantados como globos imposibles.

Tenía las manos sucias, las uñas largas, el pelo blanco y tirante hacia atrás, largo, manchado por la vida, la cara corroída, cansada y un tendal de bolsas llenas con más bolsas y hojas de diario abolladas.

Podía verse una mujer de muchos, muchos años debajo del barbijo. Muy rápido se sentó en el único asiento libre que había en el vagón. Todos la miraban fijamente, de arriba abajo y ella, temerosa como un chihuahua, se escondía detrás de sus bidones, con la vista baja, intentando no rozar a la dama que, sentada a su lado, fruncía la nariz y se tapaba la boca con un pañuelo.

Ni un alma se atrevió a pararse delante de la mujer embolsada. La dama sentada a su lado pronto se alejó de su asiento haciendo gestos con su mano, espantando un olor invisible. El círculo que rodeaba a la viejita de los bidones estaba vacío y congelado. La sobredosis de indiferencia había dejado al vagón en estado de coma.

En la estación Olleros se bajó con todos sus bártulos, los bidones todavía le tapaban la cara y lo único que cruzaba mi mente era para qué podía llegar a usarlos... Los pasajeros la vieron partir, algunos festejaron en silencio, otros intentaban entender esa imagen de los Himalayas en su versión bajo tierra.

El asiento de la mujer embolsada viajó solo hasta el final del recorrido. Nadie se animó a ocuparlo.

miércoles, 10 de septiembre de 2008















- Tenés fuego?
- No, no fumo

Esa mínima charla, pero charla al fin, se repite una y otra vez, y es como un deja vú en mis pasos por la calle Ayacucho, hasta la parada del colectivo, por las noches. Él hace el gesto de acercarse un pucho a la boca, y yo abro los brazos y muestro las palmas de mis manos, como si fueran los únicos lugares donde se lleva un encendedor.
El tipo, que no sé si es linyera, cartonero, polizón o un simple vago, está sentado en un escalón, esperando quién sabe qué, mientras hace nada. No hay un perro que lo acompañe y lo saque de su soledad. Tampoco una botella o un vino de cartón. Solamente él y sus ganas de fumar.

Siempre la misma pregunta con la misma respuesta. No sé si me reconoce, y ni siquiera sé si hace lo mismo con cualquiera que pase por ahí, pero es innegable que mantenemos un vínculo, él con su deseo y yo con mi carencia. Y siempre que veo a alguien en esa situación me pregunto cuál será su historia, cómo llegó y cómo es vivir en la calle, si tuvo o tiene sueños, si tiene familia y esas cosas.

Varias veces pensé en llevar un encendedor, pero me olvido, mi memoria me traiciona de forma permanente. Incluso hasta hace un tiempo yo quería que me pidiera otra cosa, como 'che, tenés una moneda?' o 'me dejás hacer un llamado?'. Pero nada de eso pasó hasta ahora.
A esta altura dudo que sea fuego lo que quiere, y que lo que busque sea preguntar algo y que le contesten, para no sentirse ignorado, arrojado y aburrido. Tal vez lo haga para divertirse y decir 'este boludo siempre me contesta'.

Todas conjeturas, ninguna certeza.

Foto: Coni22

domingo, 7 de septiembre de 2008

“La ruta es un lugar para encontrarse, no como la ciudad o el pueblo a donde la gente conversa siempre con el mismo guión y los encuentros son ausencias. La ruta es el terreno donde las cosas pasan”. El Flaco habla mientras pelea con sus parpados agotados del viaje. “También me refiero a los encuentros con uno, porque en la soledad del volante resolvés cosas que ni con el mejor de los psicólogos”.

El Flaco raya su destino con las ruedas de su camión  mientras reparte mercancías. De joven llegó a varios lugares de América con una mochila de esas del caño y sin un centavo. En esos recorridos la ruta lo fue encantando. Hace un tiempo que su barriga resuena cuando lo llaman por su apodo. Una vida de poco movimiento se fue acumulando a la altura de su estómago y dejó atrás al desgarbado hombre que fue.

“Arranqué el viaje con la plata que teníamos con una novia para comprarnos una moto. Muy linda chica. Inesita era la hija de un policía”. El Flaco se enciende un cigarrillo y se pone unos anteojos para enfrentar al sol que aparece y deshace la noche. “Así que cuando volví después de dos años ni salía de mi casa, por el viejo de Inesita”.

Sus amigos del pueblo le soltaron plata para arrancar otra vez. Se fue para Brasil y se quedó dos años. “No me podía meter de nuevo en la caja de zapatos en la que viví 25 años. Ahí creía que el mundo era una cosa pero cuando salí se me voló la cabeza”, explica mientras entra al camión después de una parada en el baño y un vaso de vino que tomó con un almacenero que parecía amigo. Con él sube una pareja que esperaba al lado del local.

La casa del Flaco tiene motor y su familia está salpicada por todo el mapa a los costados del camino. “Yo no le doy mi vida al trabajo. Me paso días enteros en este camión pero acá estoy tranquilo, mirando la ruta como si estuviese en una playa mirando al mar”, cuenta con la voz empastada de sueño. “¿Viste a la gente que vive las 24 hora enchufada con su laburo? Cuando no tienen más cosas para hacer se anotan en un curso o prenden el televisor, porque es la única manera en que pueden creer que están vivos. EL problema es no soportar un día mirando la pared. Esa es la cárcel de ahora, el plan para que no se use la cabeza y la belleza desaparezca”.

“Al principio no era fácil estar semanas solo frente a la nada, pero si lo superás ya no le tenés miedo a ninguna cosa. Para mi eso es la libertad”. La pareja agradece el aventón y se baja del camión, el Flaco mira para adelante y arranca. Cuenta que una tarde subió a un tipo en el medio del desierto. “No había nada a menos de 100 kilómetros, pero se había mandado a caminar hacía tiempo. Igual, no sé quién estaba más desesperado”, suelta en una carcajada. “A veces terminás hablando solo y está bueno que aparezca alguien para conversar. Escuché las mejores historias arriba de este camión”.

El Flaco jura que otra vez, en una tarde fría, subió a un viejo que parecía venir del trabajo, se contaron sus historias y el viejo se fumó todos sus cigarrillos. Mientras viajaban, apareció la luna y lo distrajo en la ventana un momento. Cuando volvió la cabeza su compañero no estaba más. “Los camioneros lo conocemos todos. Le dicen el Gran José. Se mató hace años en un accidente de autos y aparece de vez en cuando”.

Al Flaco le gusta hablar y con su voz gastada por el tabaco va largando cachos de su alma que encontró en la rutas. “Las personas se enferman deseando cosas o buscando qué les falta para estar tranquilas. A mi con mirar el camino me alcanza”.


viernes, 5 de septiembre de 2008

Siempre hay dos polos opuestos. Amor y odio, lindo y feo, pero que tan distinto es ver cuando dos realidades totalmente distintas se chocan o se encuentran en un mismo punto. Todos los días un grupo de cinco o seis chicos de la calle piden plata en la puerta de un country ubicado en la zona oeste.
“Don, me da una monedita, lo que tenga, algo que con mis hermanitos necesitamos comer”, la frase la recita a toda hora un chiquito que se nota muy resistente a todo, esta de pantalones cortos, descalzo y con un buzo que parece taparlo del invierno.
La perseverancia parece ser un recurso inagotable en la vida de los pequeños hermanitos de la puerta del country, su olfato está perfectamente entrenado para rastrear al auto que capaz le salva parte del día o quizás, toda la mañana.
Las sensaciones son encontradas, hay propietarios del country que le agradecen día a día a su mecánico de confianza por haberle puesto el polarizado a su auto, un divisor ideal de la realidad que con su tonalidad negra hace que no se pueda ver la cara de los chicos que piden plata.
¿Por qué la gente elude la carta de un chiquito que está lastimada por el frío, con ojos sucios por las lagañas que nunca se limpian al igual de esos mocos secos que parece estar siempre alojados al final de la nariz? La verdad, no se sabe.
Por otro lado, existen personas como la abogada Alejandra, una mujer fuertísima en su vida que hace oídos sordos a las criticas de los propietarios altaneros y los días del niño les regala golosinas, ropa y un poco de compañía a los pequeños vecinos del country.
La puerta de acceso a los propietarios o visitas del country es umbral que separa el edén de la realidad que nos toca. Algunos pasan rápido para poder entrar a su recinto seguro y tratar de no mezclarse con aquellos que no tiene nada como lo son sus nuevos vecinos, los hermanitos de la puerta que nunca van a estar ausentes aunque el consorcio se los prohíba.

"Lo que usted contó es muy parecido a lo que me pasaba a mí. Se encontraba atrapada. Pero ella siempre tuvo algo que yo en algún momento no tuve. Ella tiene fe. Yo no la tenía, y me quedé ahí, atrapada. Yo era una persona que sufría dolores de cabeza permanentemente. No podía dormir. Veía bultos, que eran los espíritus que se corporizaban conmigo. Se dejaban ver. Y yo no hacía nada sin la autorización de ellos. Estaba invadida, controlada. No era yo. Tenía una depresión tremenda. No podía dormir, no podía estar de día. No podía ver el sol. No podía salir a la calle. Estaba en la oscuridad mas profunda. Me atacaban dolores en el cuerpo, y eso afectaba a la relación con mi esposo. Peleábamos, era una catástrofe terrible. Entonces yo fui a ver a todos los mejores especialistas para que resolvieran mi problema de los riñones, un exceso de bilis. Siempre a especialistas. Y nadie me lo resolvió, hasta que encontré a Dios. Porque si a mi me agarraba un médico clínico en ese momento, me internaban en un psiquiatra. Yo tengo dos chicos. Y en esa época me quería ir. Me quería escapar, a cualquier costo. Me quería matar. Me quería tirar de un piso catorce porque no soportaba el dolor físico. ¿Pero a quien le puedo decir eso? ¿Quien está en mi lugar? ¿Quien me lo va a entender? Así fueron 14 años de mi vida. Los médicos no hicieron nada bueno. Destruyeron mi vida y la de mi esposo. La de uno de mis hijos también, que se metió en la droga. Por suerte, la mas chica salio sanita sanita. Ella mismo me contaba cosas que veía de pequeñita. Yo era la mamá, y estaba siempre en la cama, y ella veía que la figura de su mamá se convertía, se transformaba. Yo era una mujer terrible. Era mañosa, envidiosa, atormentada, loca, fuera de sí. Dios hizo el milagro. Por Dios mi esposo escuchó la radio y me contó de un lugar que ayudaban, acerca de la sal, la sal que cura. Dios es un hombre de mucha misericordia. Yo culpaba a Dios de todas mis desgracias. Pero el algo vio en mí. Seguro que se pone a buscar, va a encontrar un montón de cosas que no le van a gustar. Pero algo vio en mí. Cuando lo encontré a Dios, quise escapar de todos los espíritus, pero no pude. Me costó ocho meses liberarme. Al principio no podía, porque me dolía el cuerpo, como si me hubieran dado una paliza. Eran los espíritus que me atormentaban. Estuvieron 14 años conmigo. No me dejaban ir, era de ellos. Decían: ‘Esta persona es mía, me pertenece’. La verdadera cara de los espíritus no es la que usted ve. La verdadera cara es la que se ve en la iglesia, cuando uno está orando. Y yo fui liberada gracias a Dios, a que existe un Dios grande y milagroso. La voz del pastor, que habla con las palabras de Dios, pudo traspasar la voz de los espíritus, que me decían que era de ella. Vale la pena conocer a Dios. Amen. Al llegar a la iglesia el pastor, gratis, me dio fuerza, valor para salir adelante. Y me dio la sal de Dios, que hizo desaparecer a los malos espíritus. La sal que cura. Porque es el camino de la sal el que nos guía. Fue el propio Jesús el que dijo ‘buena es la sal’. Si hay un camino de la sal yo lo sigo, y la persona que se comenta en contra de la sal, va en contra de Jesús. Porque Dios es misericordioso, y nos guía. Y el con sus palabras dijo ‘La sal limpia. La sal purifica’. Y se ungía el cuerpo con ella en las aguas del río"


Mas información: iglesiauniversal.com.ar

miércoles, 3 de septiembre de 2008


"No nos conviene, echala"


La situación requería otra intimidad, mayor discresión, pero la joven, rubia, elegante y aparentemente afortunada empresaria eligió, con su acento recoleto, la sala de espera del dentista para dar la orden, fría y cortante.


"Todavía está en período de prueba?" y "el abogado ya sabe?" fueron las dos cuestiones por las que se preocupó, como una verdadera leona que cuida sus cachorros, o sus negocios.

Mientras decidía el destino laboral de esa anónima a prueba (estaría embarazada? o enferma? o loca?), limpiaba la punta de sus botas, y el charol reluciente debería reflejarla, haciéndola ver poderosa, tomando decisiones desde el consultorio. El sonido del torno hacía la escena aún más perversa.


Odontólogos aparte, otro motivo más para no simpatizar con las salas de espera.

lunes, 1 de septiembre de 2008


Puntualmente a las 7 de la mañana, José y Marcela arrastran por el borde de la autopista Panamericana un tanque metálico de un metro de diámetro partido al medio. Lo bajan a la altura de la calle Edison y lo transforman, al mejor estilo Cenicienta, en una perfecta máquina de hacer tortillas.

Desde el preciso instante en que uno baja del colectivo puede sentir en el aire el aroma a masa tostada, a humo tibio que en invierno supera por amplio margen a la tentación de una docena de medialunas de manteca brillantes. Un día José, otro día Marcela, se van turnando para llevar adelante el negocio: 2 tortillas por 1 peso.

“Con un paquete de harina salen como 40 tortillas”, indica José, que parece tener una red de subtes trazada en las arrugas de su cara. El pelo blanco, peinado para atrás con marcas de peine ancho, se le vuela mientras intenta, a su manera, captar a los clientes que van bajando desde Panamericana.

Su estrategia es confiar en el viento. Ubica la parrillita en el punto exacto en el que los remolinos de invierno pasan a mover el aire. El aroma entonces sale disparado en la dirección que José haya elegido, casi siempre rumbo a la rampa de descenso de la estación de colectivos. Los caminantes parecen hipnotizados, hacen fila para esperar que las tortillas se tuesten, casi quemadas, para luego ser acostadas por José en una bolsa de papel madera que mantiene el calorcito de su pan a salvo.

Marcela tiene 55 años, 6 menos que su marido, con quien está casada hace más de lo que alguna vez su madre hubiera apostado, dice. No reniega de su rutina, disfruta levantarse a las 4 y media de la mañana todos los días, tomarse el colectivo desde Saavedra y pasar 5 horas (de 7 a 12) humeándose a fuego lento al lado de la Panamericana. De lo que sí reniega Marcela es del apodo de “la tortillera” que la sigue a todos lados como un mosquito deshidratado: “Odio que me digan así porque la gente que no entiende puede interpretar cualquier cosa, ¡yo soy una mujer casada con su marido!”, se defiende a cara seria, aunque el doble sentido que a ella tanto la angustia, en realidad inspire una carcajada momentánea...

De pelo colorado y cuerpito de Mamushka, Marcela recuerda cuando hace no menos de un año dos sujetos le robaron todo y la dejaron desnuda en plena calle, en ropa interior y un delantal, a las 8 de la mañana, en invierno. “Se pararon adelante del barril, yo pensé que por el frío, pero después sacaron una navaja y tuve que hacer lo que me decían”, cuenta con un dejo de impotencia arrodillado en el ceño. Le sacaron hasta la campera, todas las tortillas crudas y las que se estaban cocinando, la plata de los pocos minutos que había trabajado y hasta los pantalones. “Quedé desnuda”, confiesa con los ojos bien abiertos y una sonrisa indisimulable. Una anécdota más que se apila en la parrilla...

 
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